El papá en el embarazo
En una pareja estable y sana, antes de que aparezca la comprobación de que la mujer espera un hijo, el hombre está en una posición privilegiada. Es el objeto de atención para su esposa y, por ello recibe todos los beneficios del contacto con ella. Es el motivo de su alegría. Es su compañera de diversión, de conversación, de actividad… Son, (por decirlo con una frase cursi), «el uno para el otro».
Pero un día, un pequeñísimo espermatozoide alcanza heroicamente al reticente óvulo y allí comienza el fin de su efímero reinado. La mujer de su vida va a ser madre. ¡Qué alegría!. Todo el mundo se contenta (y él también). Esa mujer lo va a convertir en padre y ese es un motivo de alegría…¿Quién lo niega?.
El embarazo progresa y todos tan contentos. Pasadas las incomodidades de los primeros meses la mujer se va adaptando a la idea de perder su figura y a esto ayuda que ahora donde quiera que va es el centro de atención. En el banco le ceden el primer puesto en la cola. En el supermercado las otras mujeres le miran la barriga, de reojo o abiertamente. La familia y los amigos la llaman a ella o le preguntan al hombre que atiende el teléfono por su mujer.
Ella se va sintiendo cada vez más satisfecha por su estado y cada vez se va ocupando más con los arreglos para «el que ha de venir». Así nuestro pobre héroe que produjo a aquel corajudo espermatozoide se va rodeando poco a poco como de un espacio en sombra.
Ya dijimos al principio que esta era una pareja sana y por lo tanto no esperamos que el marido se deprima por todo esto o se vaya a suicidar por no tolerar la marginación a la cual indefectiblemente se encuentra sometido. Pero allá en lo más profundo de su corazoncito varonil, algo de su ego se incomoda del lamentable papel, que todos parecen asignarle, como donante de genes.
El padre maduro y consciente de que no es ya el mismo príncipe azul y el centro del universo para su mujer, se resigna sin rencores y ocupa el espacio que aquella ostentosa barriga le permita.
Se acomoda como pueda a su lado y la acompaña, la ayuda… y espera.
Durante unos largos meses él no va a tener más la exclusiva de la mujer. Más aún, podemos decir que ya más nunca gozará de esa exclusiva. La mujer madre le pertenece a los hijos y esa es una verdad inevitable. El hombre tiene que rehacerse un espacio como padre y acostumbrarse a él aunque le duela.
El esposo de una «mujer – madre», debe estar al lado de ella durante todo el proceso del embarazo, el parto y los largos años del post – parto. Tiene que ejercer su oficio lo mejor que pueda y con decoro, pero lo cierto es que ya no volverá a ser el único en su vida, ni debe aspirar a serlo.
Una mujer – madre, con un marido que no desea la exclusiva y se acomoda con alegría a su nuevo rol de hombre – padre va a estar agradecida y complacida, no va a sufrir de culpa por tener que compartir su amor y aprende a hacer crecer su admiración por él.
Esa admiración amorosa es lo que los hijos van a leer en la relación de sus padres y es lo que los va a ayudar a entender el lugar que a cada uno le corresponde en la familia.
El padre que no compite con sus hijos por el afecto de la madre sino que se sabe objeto de otro tipo de amor y lo recibe con agrado, es el que marca los límites de esa relación. Es el que poco a poco se levanta como una figura de comparación y es, en definitiva, el que va a marcar la diferencia entre unos hijos solitarios y resentidos, o unos seres humanos completos y maduros.